miércoles, 29 de agosto de 2012

Una Sorpresiva Visita


1

El grupo de las lanchas, cada una constituye una patrulla conformada por doces hombres fuertemente armados, donde viaja la violencia y navega la muerte desde la noche anterior, permanece a las afueras del morro por unos minutos. Simultáneamente todas juntas empiezan a tomar posesión bélica. Una lancha arrima donde hay una venta de pan; de inmediato, la otra lancha del pánico se acerca a una parranda familiar donde sus integrantes festejan desde la tarde anterior.

Empiezo a navegar las calles fluviales de mi pueblo natal, con rumbo a la plaza del pueblo. Como una alucinación del pasado se me vienen a la memoria otros hechos y acontecimientos acaecidos durante el siglo de mi vida. Ahora que he empezado a recordar los hechos más triviales, a mi memoria se viene más de un centenar de amores que tuve, a los que les escribí mínimo una carta a la semana. Amores, unos públicos y otros clandestinos, al fin de cuenta amores de toda mi corta vida. Entre aquel recorrido por la felicidad, recuerdo muy especialmente a Ciad Saab, una hermosa mujer de estatura media, pelo rizado y tez blanca; uno de esos amores tormentosos que se sigue recordando hasta más allá de la eternidad.

La primera década vivida fue inestable: las poblaciones cambiaban de lugares constantemente por el aumento progresivo del río grande de la Magdalena. Las grandes inundaciones traen consigo prosperidad y abundancias de peces: róbalos largos, chivos mozos y mojarras rayadas que capturábamos con atarrayas dentro del manglar, ensartadas en los arpones cuando los veíamos aparecer sobre la lámina de agua. Se aprovechaba al máximo el agua dulce porque para el año siguiente no sería seguro si llegaría nuevamente la creciente.   

A finales de la primera década, una tarde de brisa fresca y fuerte, llegó un bongo grande cargado de guineo verde, aguacate, cacao, café y mango de azúcar, producto de las fértiles tierras de la provincia de San Juan de Córdoba. A bordo de él vino una familia de libaneses y con ellos la turca Gertrudis, una matriarca laboriosa que leía el destino en el tarot, en el pocillo de café, en las líneas de las manos y en los sueños. Traía entre su grupo familiar mujeres hermosas y dos muchachos glotones, laboriosos, muy estudiosos, Salomón y Ulises, que se establecieron en el pueblo durante un largo tiempo.

Cada tarde que regresaba a mi hogar después de realizadas mis faenas pesqueras, Salomón me visitaba para hablar del mundo de los gitanos. Mi mujer le servía un pescado asado y un buen tinto caliente, que terminaba ingiriendo acompañado de un bollo de yuca envuelto en palma de vino que vendía una familia que semanalmente viajaba desde la población de Media Luna, en Pivijay. Una de las tantas tardes, Salomón se tragó una espina de mojarra rayada. Después de comer guineo maduro y bollo, finalmente lo trasladamos a la morada de su madre, quien con un pequeño truco aprendido de los gitanos, pudo retirar el objeto extraño de la garganta.

Finalmente los turcos se cambiaron de residencia, se trasladaron a la cabecera municipal donde posesionaron un pequeño almacén de telas de alegres coloridos y objetos decorativos. Compraron una hacienda donde criaban animales y donde tenían cultivos extensos de hortalizas, especialmente berenjena.

Al llegar al Morro me enfrentó a una parranda y de  inmediato se me viene a la memoria las ruidosas fiestas públicas y familiares donde era común participar inclusive sin ser invitado. Pachangas amenizadas por potente picó, donde valía lo mismo llevar o no pareja, porque el dueño de la fiesta se encargaba de invitar a las mujeres del pueblo. Para cuando escaseaban las parejas, simplemente se le pedía a un amigo que prestara la suya. Así pusimos de moda durante un tiempo el popular barato. Pasábamos  noches y hasta días enteros bailando, acompañados de un buen trago de ron de caña. Cuando se terminaba salíamos de la parranda con dirección al barrio de la brisa, donde estaba ubicado el único estanco que existía en el pueblo, no importando la hora que fuera, entonces pedíamos un bulto de ron: veinticuatro frascos cubiertos en una colcha de enea, en un saco de fique con el logotipo de la fábrica de licores del departamento.

2

Al norte del pueblo más de uno de sus pobladores ha tenido encuentros sorpresivos con seres del otro mundo: mohanes, brujas voladoras, ánimas en pena o fantasmas. Ahora se enfrentan en cuerpo y alma al mismísimo demonio. Las patrullas paramilitares, equipadas de hombres fuertemente armados, arriman sorpresivamente a cada una de las casas ubicadas en el borde del costado norte del pueblo. Interrogan a un pescador por unos minutos, luego lo dejan libre asumiendo el compromiso de recoger gente para una reunión de información en la plaza pública.

Mientras unos revisan la parte interna de la casa donde arribaron, el grupo restante empieza una inspección rigurosa de la parte externa del lugar. Desde este sitio hacen la primera revisión ocular del entorno: en un giro de su mirada a la derecha observan la casa de al lado y ven un grupo de personas que duermen plácidamente en la esquina del sardinel. La patrulla volvió a ocupar la lancha, remaron unos metros y toman posesión de la casa vecina;  el grupo armado sube a la propiedad embarcando de inmediato a los primeros tres invitados a su dichosa reunión.

El operador, ocupando el sitio seleccionado desde la noche anterior en Salamina, espera con el motor encendido. Minutos más tarde los hombres armados vuelven a ocupar sus puestos uno a uno dentro de la lancha y continúan navegando el costado oeste, penetrando en la población. Se siguen sintiendo las repetitivas ráfagas de la brisa del Caribe magdalenense. Después de unos minutos la chalupa totalmente cargada con su tripulación armada, más tres rehenes, navega ahora costeando el norte, hasta tomar posesión de la casa ubicada en el extremo noroccidental del pueblo. A esta hora de la madrugada el pueblo goza de la acostumbrada tranquilidad, todas las cosas hermanen en sus sitios. Las canoas, el único medio de transporte, se encuentran atadas a trojas, sardineles y patios. El grupo armado, desde las lanchas, invita en voz alta a los habitantes a una reunión de información en la plaza principal.

Otra lancha del pánico es atraída por la música que suelta el equipo de sonido que desde la noche anterior suena a todo timbal. Aquí escucho llantos y gritos desgarradores de victimas que ruegan plegaria; muchas personas residentes en el lugar corren sin saber seriamente que sucede y hacia dónde dirigirse; muchos se lanzan a las aguas de la ciénaga y otros son obligados a embarcarse con el escuadrón armado a revisar las casas cercanas, donde suponían encontrar miembros activos de un grupo guerrillero.
La chalupa que custodia la fletera, finalmente hace su arribo justo por el frente del templo religioso. El pelotón toca tierra firme; varios de los hombres y mujeres que portan prendas privativas de las fuerzas militares de Colombia inspeccionan el lugar. Los primeros rehenes son obligados a acostarse bocabajo sobre el rústico piso de cemento. Varios centinelas encargados de la seguridad corren al puente y ocupan las dos aulas de la escuela rural mixta. De inmediato a mi memoria se vienen otros recuerdos: en este lugar funcionó la primera inspección de policía.

Nicolás Asignares, el inspector del pueblo, capturó a Manuel Samper, oriundo de una población cercana, sindicado de varios delitos cometidos a las afueras del casco urbano del municipio de Sitionuevo, el cual permanecía refugiado en el Morro desde un mes atrás. La mañana siguiente a la captura el inspector pidió la presencia de la policía para hacer el traslado del reo al juzgado municipal que lo requería por hurto y homicidio. Al día siguiente, antes del medio día, llegó el escuadrón de la guardia municipal, comandado por Ricardo Gallego, un hombre de contextura robusta, de talla mediana, originario de la región andina, quien era el encargado movilizar al detenido hacia el juzgado municipal. Después de una revisión de rutina, el inspector entregó formalmente al retenido a la guardia y una vez cerró la noche regresó a su hogar. Llegó la oscuridad y con ésta la presencia de los familiares del detenido. La guardia acompañante fue enviada por el comandante a un patrullaje de rutina en los alrededores del pueblo. El superior sería el encargado de custodiar al preso, quien minutos más tarde se fugó con sus familiares a su pueblo natal.

En la madrugada, minutos antes de que la guardia partiera, el inspector fue informado de lo acontecido unas horas atrás; de inmediato se trasladó a su despacho, exigiendo la presencia del rehén. El inspector y el comandante uniformado se fueron de palabras y se dieron varias trompadas; el guardia  intentó hacer uso de su arma de dotación, pero el inspector fue mucho más rápido, de su cinturón sacó su revólver treinta y ocho corto y mató al cachaco.

Uno de los centinelas camina los más de cien metros que tiene el puente que une las dos aulas, de regreso llega a lo que se conoce como la escuela ’Santander’, revisa el lugar estudiantil superficialmente, continúa caminando hasta la culata de la iglesia católica. Aquí aparece por primera vez Edmundo de Jesús Guillen Hernández, alias ‘Caballo’, el mismo Satanás en persona, el segundo comandante de la operación paramilitar, dando órdenes bélicas estrictas al grupo de patrulleros a su mando. Miro al costado norte del parque, varios habitantes y forasteros del pueblo se empiezan a concentrar a un lado de la capilla y recuerdo las celebraciones de Lourdes a finales de los años treinta, primeras fiestas patronales de mi pueblo.

En la última celebración de las fiestas patronales, bauticé un centenar de ahijados de los más de quinientos que tuve. Al año siguiente se volvió a celebrar las festividades patronales, esta vez el inspector de policía era Juan Mendoza. Para la época el pueblo venía presentando distanciamientos entre varias familias. Las fiestas en la plaza pública duraron pasadas las once de la noche; el personal en pleno empezó a dispersarse por todo el pueblo que gozaba de mucha alegría.

Julio Manuel Moreno Suárez, el peluquero del pueblo, más dos compañeros de tragos, se quedaron en la explanada de la iglesia tomando ron. Una hora más tarde llegó al lugar un hombre altamente embriagado, Pablo Rodríguez.
En la madrugada comenzó la riña: se insultaron, se fueron a las trompadas; el peluquero sacó una navaja que utilizaba como barbera: lanzó el primer tajo al abdomen de su enemigo, justo el zarpazo certero que terminó con su vida, cayendo en la esquina derecha de la ermita, en el mismo sitio donde ahora espera el selecto grupo de invitados a la funesta reunión. Nunca más se volvió a celebrar las festividades a nuestra señora de Lourdes.

3

El pescador interrogado al momento de la llegada de la cuadrilla armada al pueblo, después de haber vivido los eventos de terror y ofuscado por el pánico, se embarcó en su canoa y le cambió la dirección de norte, donde señalaba la proa, a sur. Buscaba en su memoria la ruta más cercana para llegar a su casa y por un segundo trató de poner sus pensamientos en orden, rumbo a su casa; sólo pensaba tomar a su familia, salir a algún lugar apartado pero seguro, donde no tuviera que volver a repetir el episodio de horror recientemente vivido.

Al pasar la casa que seguía, nuevamente se enfrentó a una segunda lancha que desde el norte navegaba buscando el centro del pueblo. Esta vez solitario, lo invadió el susto y por primera vez desde su nacimiento, cincuenta años atrás, pensó seriamente en la realidad de la muerte, pero los tripulantes de la lancha lo ignoraron por completo y continuaron el itinerario trazado: la plaza pública.

El sector por donde empieza a navegar la cargada chalupa, la misma donde navega el pánico, me trae a la memoria la década de los sesenta y con ésta la muerte de Efraín Manga Cervantes: un pescador y talentoso miembro del baile negro.

Una vez transcurrida las festividades de San Martín de loba, completamente embriagado, llegó a una de las tantas parrandas del sector y no se percató de la presencia de su enemigo, José Manuel de Ávila, apodado ´Marimba´, quien se abalanzó contra su humanidad con un cortante cuchillo en su mano. Marimba, apodo que hacía alusión al instrumento que él tocaba magistralmente, le propinó tres puñaladas a su víctima. Tres veces herido de muerte, bocabajo sobre la larga troja, Efraín Mangas Cervantes agonizaba viendo como se escapaba el último aliento de su corta vida, sin hallar una persona que lo auxiliara seriamente.

Como hoy, aquel día se empezaron a oír fuertes gritos de terror que anunciaban una vez más el arribo de la desalmada muerte al caserío. Muchas personas en sus embarcaciones se abalanzaron en bandadas al lugar de los hechos. Geraldo y Lucidez Mangas Cervantes, sus hermanos mayores, salieron del rancho de sus padres al lugar de la tragedia; querían saber de primera mano lo que había ocurrido con su hermano menor. La información recogida en el lugar de los hechos era que tres personas más habían instigado al asesino a consumar su hecho delictivo. Luego lo embarcaron en su canoa,  regresando todos juntos al lugar de su residencia.

Cuatro décadas más tarde, justo al Éste del viejo rancho, a tan solo cien metros de distancia, se encontraba la casa de Geraldo Mangas Cervantes, reconstruida a mediados de los años noventa. De aquí salió su hijo, Emidio Rafael Manga Mejía, a recoger a sus compañeros de labores a las dos de la mañana.

Emidio Rafael, el joven pescador, se levantó minutos antes que el locutor de radio ‘Libertad’ diera la hora en punto; de inmediato se puso sus atuendos de labores. Como cada mañana, sus padres se levantaron junto con él; era una costumbre que habían adquirido desde mucho tiempo atrás. Emidio Rafael, una vez término de equipar su embarcación, salió a la troja con una caldereta rebosante de café aún humeante entre sus manos y se despidió de sus padres:

-Hasta luego.  
            
Cincuentas metros lo separaban de la casa de su primer compañero, cuando vio acercarse la desconocida embarcación con una tripulación que él alcanzo a observar vestida totalmente de negro, que buscaba una ruta al centro del pueblo; salían apresurados de donde funciono años atrás la tienda más prospera del sector: ‘Bulliciosa’.

La fatalidad una vez más tocaba a la puerta de la familia Manga: Emidio Rafael recibió un tiro de pistola nueve milímetros en su cabeza. Eran pasadas las dos de la mañana; como su tío paterno murió soltero, con tan solo veinticuatro años de edad, así se convertía en la primera víctima mortal dentro del área urbana de la horrorosa masacre.

La lancha del terror, la que al llegar al pueblo capturó a tres rehenes, continúa navegando al Oeste, arrima a la última casa del costado noreste, donde deciden hacer la primera estación seria. De inmediato suben a la casa, revisan todo, después de diez minutos el grupo armado vuelve a bordo nuevamente y el operador gira su lancha con dirección al sur, buscando el sitio seleccionado para el absurdo.     
 
La lancha del terror, después de navegar mas doscientos metros del costado noroeste, sorpresivamente arrima a la casa de un veterano pescador retirado, que goza de una vida digna al lado de sus familiares, constructor de canoas y embarcaciones. Allí funciona el mejor astillero del pueblo. El pelotón armado sube a la casa y media hora más tarde deciden abandonar el lugar sin novedad alguna e invitan a sus ocupantes a la diabólica reunión. Por el otro extremo, los hombres del escuadrón armado, uno a uno vuelve a sus respetivos puestos en la chalupa. La madrugada es completamente clara y todos los movimientos se observan perfectamente.

El motorista de la lancha enciende el motor nuevamente con el arranque eléctrico y en sentido inverso recorre la vía fluvial que ya había navegado. Van revisando el sector como quien busca un objeto perdido en medio de la nada. Repentinamente a su derecha ven encenderse un bombillo; de inmediato  arriman al lugar. Los miembros de la cuadrilla armada suben velozmente y discuten con los moradores de la casa, los obligan a ocupar sus canoas; de inmediato sueltan dos tiros de sus armas automáticas al aire. Minutos mas tarde las dos canoas con sus dueños a bordo son violentamente sujetadas a la lancha y remolcadas hasta el sitio de la fatídica reunión.

A la luz de una pequeña linterna de baterías, una joven mujer que desde el principio asumió la guardia del lugar sagrado, vestida totalmente con prendas de uso privativo de las fuerzas militares de Colombia y con un brazalete distintivo de las AUC en su brazo izquierdo, esculca meticulosamente los rostros de cada uno de los reos que van arribando al lugar, preguntándoles al instante su nombre y su oficio. Mientras que otro hombre igualmente uniformado mueve rápidamente su linterna de mano, ubicando a cada secuestrado en un sitio específico.

Para las cuatro de la mañana, recibiendo todo tipo de agresiones tanto físicas como verbales, concentrados en la plaza pública están la mayoría de los invitados a la funesta reunión, todos inmovilizados y acostados bocabajo, sobre el escabroso piso de cemento, a la espera de la decisión que tomen los  comandantes de la operación terrorista.

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