1
El grupo de las
lanchas, cada una constituye una patrulla conformada por doces hombres
fuertemente armados, donde viaja la violencia y navega la muerte desde la noche
anterior, permanece a las afueras del morro por unos minutos. Simultáneamente
todas juntas empiezan a tomar posesión bélica. Una lancha arrima donde hay una
venta de pan; de inmediato, la otra lancha del pánico se acerca a una parranda
familiar donde sus integrantes festejan desde la tarde anterior.
Empiezo a navegar
las calles fluviales de mi pueblo natal, con rumbo a la plaza del pueblo. Como
una alucinación del pasado se me vienen a la memoria otros hechos y
acontecimientos acaecidos durante el siglo de mi vida. Ahora que he empezado a
recordar los hechos más triviales, a mi memoria se viene más de un centenar de
amores que tuve, a los que les escribí mínimo una carta a la semana. Amores,
unos públicos y otros clandestinos, al fin de cuenta amores de toda mi corta vida. Entre aquel recorrido por la
felicidad, recuerdo muy especialmente a Ciad Saab, una hermosa mujer de
estatura media, pelo rizado y tez blanca; uno de esos amores tormentosos que se
sigue recordando hasta más allá de la eternidad.
La primera década
vivida fue inestable: las poblaciones cambiaban de lugares constantemente por
el aumento progresivo del río grande de la Magdalena. Las grandes inundaciones
traen consigo prosperidad y abundancias de peces: róbalos largos, chivos mozos
y mojarras rayadas que capturábamos con atarrayas dentro del manglar,
ensartadas en los arpones cuando los veíamos aparecer sobre la lámina de agua.
Se aprovechaba al máximo el agua dulce porque para el año siguiente no sería
seguro si llegaría nuevamente la creciente.
A
finales de la primera década, una tarde de brisa fresca y fuerte, llegó un
bongo grande cargado de guineo verde, aguacate, cacao, café y mango de azúcar, producto
de las fértiles tierras de la provincia de San Juan de Córdoba. A bordo de él
vino una familia de libaneses y con ellos la turca Gertrudis, una matriarca
laboriosa que leía el destino en el tarot, en el pocillo de café, en las líneas
de las manos y en los sueños. Traía entre su grupo familiar mujeres hermosas y
dos muchachos glotones, laboriosos, muy estudiosos, Salomón y Ulises, que se
establecieron en el pueblo durante un largo tiempo.
Cada
tarde que regresaba a mi hogar después de realizadas mis faenas pesqueras,
Salomón me visitaba para hablar del mundo de los gitanos. Mi mujer le servía un
pescado asado y un buen tinto caliente, que terminaba ingiriendo acompañado de
un bollo de yuca envuelto en palma de vino que vendía una familia que
semanalmente viajaba desde la población de Media Luna, en Pivijay. Una de las
tantas tardes, Salomón se tragó una espina de mojarra rayada. Después de comer
guineo maduro y bollo, finalmente lo trasladamos a la morada de su madre, quien
con un pequeño truco aprendido de los gitanos, pudo retirar el objeto extraño
de la garganta.
Finalmente
los turcos se cambiaron de residencia, se trasladaron a la cabecera municipal
donde posesionaron un pequeño almacén de telas de alegres coloridos y objetos
decorativos. Compraron una hacienda donde criaban animales y donde tenían
cultivos extensos de hortalizas, especialmente berenjena.
Al llegar al
Morro me enfrentó a una parranda y de
inmediato se me viene a la memoria las ruidosas fiestas públicas y
familiares donde era común participar inclusive sin ser invitado. Pachangas
amenizadas por potente picó, donde valía lo mismo llevar o no pareja, porque el
dueño de la fiesta se encargaba de invitar a las mujeres del pueblo. Para
cuando escaseaban las parejas, simplemente se le pedía a un amigo que prestara
la suya. Así pusimos de moda durante un tiempo el popular barato. Pasábamos noches y
hasta días enteros bailando, acompañados de un buen trago de ron de caña.
Cuando se terminaba salíamos de la parranda con dirección al barrio de la
brisa, donde estaba ubicado el único estanco que existía en el pueblo, no
importando la hora que fuera, entonces pedíamos un bulto de ron: veinticuatro
frascos cubiertos en una colcha de enea, en un saco de fique con el logotipo de
la fábrica de licores del departamento.
2
Al norte del
pueblo más de uno de sus pobladores ha tenido encuentros sorpresivos con seres
del otro mundo: mohanes, brujas voladoras, ánimas en pena o fantasmas. Ahora se
enfrentan en cuerpo y alma al mismísimo demonio. Las patrullas paramilitares,
equipadas de hombres fuertemente armados, arriman sorpresivamente a cada una de
las casas ubicadas en el borde del costado norte del pueblo. Interrogan a un
pescador por unos minutos, luego lo dejan libre asumiendo el compromiso de
recoger gente para una reunión de información en la plaza pública.
Mientras unos
revisan la parte interna de la casa donde arribaron, el grupo restante empieza
una inspección rigurosa de la parte externa del lugar. Desde este sitio hacen
la primera revisión ocular del entorno: en un giro de su mirada a la derecha
observan la casa de al lado y ven un grupo de personas que duermen plácidamente
en la esquina del sardinel. La patrulla volvió a ocupar la lancha, remaron unos
metros y toman posesión de la casa vecina;
el grupo armado sube a la propiedad embarcando de inmediato a los
primeros tres invitados a su dichosa reunión.
El operador,
ocupando el sitio seleccionado desde la noche anterior en Salamina, espera con
el motor encendido. Minutos más tarde los hombres armados vuelven a ocupar sus
puestos uno a uno dentro de la lancha y continúan navegando el costado oeste,
penetrando en la población. Se siguen sintiendo las repetitivas ráfagas de la
brisa del Caribe magdalenense. Después de unos minutos la chalupa totalmente
cargada con su tripulación armada, más tres rehenes, navega ahora costeando el
norte, hasta tomar posesión de la casa ubicada en el extremo noroccidental del
pueblo. A esta hora de la madrugada el pueblo goza de la acostumbrada
tranquilidad, todas las cosas hermanen en sus sitios. Las canoas, el único medio
de transporte, se encuentran atadas a trojas, sardineles y patios. El grupo
armado, desde las lanchas, invita en voz alta a los habitantes a una reunión de
información en la plaza principal.
Otra lancha del
pánico es atraída por la música que suelta el equipo de sonido que desde la
noche anterior suena a todo timbal. Aquí escucho llantos y gritos desgarradores
de victimas que ruegan plegaria; muchas personas residentes en el lugar corren
sin saber seriamente que sucede y hacia dónde dirigirse; muchos se lanzan a las
aguas de la ciénaga y otros son obligados a embarcarse con el escuadrón armado
a revisar las casas cercanas, donde suponían encontrar miembros activos de un
grupo guerrillero.
La
chalupa que custodia la fletera, finalmente hace su arribo justo por el frente
del templo religioso. El pelotón toca tierra firme; varios de los hombres y
mujeres que portan prendas privativas de las fuerzas militares de Colombia
inspeccionan el lugar. Los primeros rehenes son obligados a acostarse bocabajo
sobre el rústico piso de cemento. Varios centinelas encargados de la seguridad
corren al puente y ocupan las dos aulas de la escuela rural mixta. De inmediato
a mi memoria se vienen otros recuerdos: en este lugar funcionó la primera
inspección de policía.
Nicolás
Asignares, el inspector del pueblo, capturó a Manuel Samper, oriundo de una
población cercana, sindicado de varios delitos cometidos a las afueras del casco
urbano del municipio de Sitionuevo, el cual permanecía refugiado en el Morro
desde un mes atrás. La mañana siguiente a la captura el inspector pidió la
presencia de la policía para hacer el traslado del reo al juzgado municipal que
lo requería por hurto y homicidio. Al día siguiente, antes del medio día, llegó
el escuadrón de la guardia municipal, comandado por Ricardo Gallego, un hombre
de contextura robusta, de talla mediana, originario de la región andina, quien
era el encargado movilizar al detenido hacia el juzgado municipal. Después de
una revisión de rutina, el inspector entregó formalmente al retenido a la
guardia y una vez cerró la noche regresó a su hogar. Llegó la oscuridad y con ésta
la presencia de los familiares del detenido. La guardia acompañante fue enviada
por el comandante a un patrullaje de rutina en los alrededores del pueblo. El
superior sería el encargado de custodiar al preso, quien minutos más tarde se fugó
con sus familiares a su pueblo natal.
En la
madrugada, minutos antes de que la guardia partiera, el inspector fue informado
de lo acontecido unas horas atrás; de inmediato se trasladó a su despacho,
exigiendo la presencia del rehén. El inspector y el comandante uniformado se
fueron de palabras y se dieron varias trompadas; el guardia intentó hacer uso de su arma de dotación,
pero el inspector fue mucho más rápido, de su cinturón sacó su revólver treinta
y ocho corto y mató al cachaco.
Uno de
los centinelas camina los más de cien metros que tiene el puente que une las
dos aulas, de regreso llega a lo que se conoce como la escuela ’Santander’,
revisa el lugar estudiantil superficialmente, continúa caminando hasta la
culata de la iglesia católica. Aquí aparece por primera vez Edmundo de Jesús
Guillen Hernández, alias ‘Caballo’, el mismo Satanás en persona, el segundo
comandante de la operación paramilitar, dando órdenes bélicas estrictas al
grupo de patrulleros a su mando. Miro al costado norte del parque, varios
habitantes y forasteros del pueblo se empiezan a concentrar a un lado de la
capilla y recuerdo las celebraciones de Lourdes a finales de los años treinta,
primeras fiestas patronales de mi pueblo.
En la
última celebración de las fiestas patronales, bauticé un centenar de ahijados
de los más de quinientos que tuve. Al año siguiente se volvió a celebrar las
festividades patronales, esta vez el inspector de policía era Juan Mendoza.
Para la época el pueblo venía presentando distanciamientos entre varias familias.
Las fiestas en la plaza pública duraron pasadas las once de la noche; el
personal en pleno empezó a dispersarse por todo el pueblo que gozaba de mucha
alegría.
Julio
Manuel Moreno Suárez, el peluquero del pueblo, más dos compañeros de tragos, se
quedaron en la explanada de la iglesia tomando ron. Una hora más tarde llegó al
lugar un hombre altamente embriagado, Pablo Rodríguez.
En la
madrugada comenzó la riña: se insultaron, se fueron a las trompadas; el
peluquero sacó una navaja que utilizaba como barbera: lanzó el primer tajo al
abdomen de su enemigo, justo el zarpazo certero que terminó con su vida,
cayendo en la esquina derecha de la ermita, en el mismo sitio donde ahora
espera el selecto grupo de invitados a la funesta reunión. Nunca más se volvió
a celebrar las festividades a nuestra señora de Lourdes.
3
El
pescador interrogado al momento de la llegada de la cuadrilla armada al pueblo,
después de haber vivido los eventos de terror y ofuscado por el pánico, se
embarcó en su canoa y le cambió la dirección de norte, donde señalaba la proa,
a sur. Buscaba en su memoria la ruta más cercana para llegar a su casa y por un
segundo trató de poner sus pensamientos en orden, rumbo a su casa; sólo pensaba
tomar a su familia, salir a algún lugar apartado pero seguro, donde no tuviera
que volver a repetir el episodio de horror recientemente vivido.
Al pasar la casa
que seguía, nuevamente se enfrentó a una segunda lancha que desde el norte navegaba
buscando el centro del pueblo. Esta vez solitario, lo invadió el susto y por
primera vez desde su nacimiento, cincuenta años atrás, pensó seriamente en la
realidad de la muerte, pero los tripulantes de la lancha lo ignoraron por
completo y continuaron el itinerario trazado: la plaza pública.
El sector por
donde empieza a navegar la cargada chalupa, la misma donde navega el pánico, me
trae a la memoria la década de los sesenta y con ésta la muerte de Efraín Manga
Cervantes: un pescador y talentoso miembro del baile negro.
Una vez
transcurrida las festividades de San Martín de loba, completamente embriagado,
llegó a una de las tantas parrandas del sector y no se percató de la presencia
de su enemigo, José Manuel de Ávila, apodado ´Marimba´, quien se abalanzó
contra su humanidad con un cortante cuchillo en su mano. Marimba, apodo que
hacía alusión al instrumento que él tocaba magistralmente, le propinó tres
puñaladas a su víctima. Tres veces herido de muerte, bocabajo sobre la larga
troja, Efraín Mangas Cervantes agonizaba viendo como se escapaba el último
aliento de su corta vida, sin hallar una persona que lo auxiliara seriamente.
Como hoy, aquel día
se empezaron a oír fuertes gritos de terror que anunciaban una vez más el
arribo de la desalmada muerte al caserío. Muchas personas en sus embarcaciones
se abalanzaron en bandadas al lugar de los hechos. Geraldo y Lucidez Mangas
Cervantes, sus hermanos mayores, salieron del rancho de sus padres al lugar de
la tragedia; querían saber de primera mano lo que había ocurrido con su hermano
menor. La información recogida en el lugar de los hechos era que tres personas
más habían instigado al asesino a consumar su hecho delictivo. Luego lo
embarcaron en su canoa, regresando todos
juntos al lugar de su residencia.
Cuatro décadas
más tarde, justo al Éste del viejo rancho, a tan solo cien metros de distancia,
se encontraba la casa de Geraldo Mangas Cervantes, reconstruida a mediados de
los años noventa. De aquí salió su hijo, Emidio Rafael Manga Mejía, a recoger a
sus compañeros de labores a las dos de la mañana.
Emidio Rafael, el
joven pescador, se levantó minutos antes que el locutor de radio ‘Libertad’
diera la hora en punto; de inmediato se puso sus atuendos de labores. Como cada
mañana, sus padres se levantaron junto con él; era una costumbre que habían
adquirido desde mucho tiempo atrás. Emidio Rafael, una vez término de equipar
su embarcación, salió a la troja con una caldereta rebosante de café aún
humeante entre sus manos y se despidió de sus padres:
-Hasta
luego.
Cincuentas metros
lo separaban de la casa de su primer compañero, cuando vio acercarse la
desconocida embarcación con una tripulación que él alcanzo a observar vestida
totalmente de negro, que buscaba una ruta al centro del pueblo; salían
apresurados de donde funciono años atrás la tienda más prospera del sector:
‘Bulliciosa’.
La fatalidad una
vez más tocaba a la puerta de la familia Manga: Emidio Rafael recibió un tiro
de pistola nueve milímetros en su cabeza. Eran pasadas las dos de la mañana;
como su tío paterno murió soltero, con tan solo veinticuatro años de edad, así
se convertía en la primera víctima mortal dentro del área urbana de la
horrorosa masacre.
La lancha del
terror, la que al llegar al pueblo capturó a tres rehenes, continúa navegando
al Oeste, arrima a la última casa del costado noreste, donde deciden hacer la
primera estación seria. De inmediato suben a la casa, revisan todo, después de
diez minutos el grupo armado vuelve a bordo nuevamente y el operador gira su
lancha con dirección al sur, buscando el sitio seleccionado para el
absurdo.
La lancha del
terror, después de navegar mas doscientos metros del costado noroeste,
sorpresivamente arrima a la casa de un veterano pescador retirado, que goza de
una vida digna al lado de sus familiares, constructor de canoas y
embarcaciones. Allí funciona el mejor astillero del pueblo. El pelotón armado
sube a la casa y media hora más tarde deciden abandonar el lugar sin novedad
alguna e invitan a sus ocupantes a la diabólica reunión. Por el otro extremo,
los hombres del escuadrón armado, uno a uno vuelve a sus respetivos puestos en
la chalupa. La madrugada es completamente clara y todos los movimientos se
observan perfectamente.
El motorista de
la lancha enciende el motor nuevamente con el arranque eléctrico y en sentido
inverso recorre la vía fluvial que ya había navegado. Van revisando el sector
como quien busca un objeto perdido en medio de la nada. Repentinamente a su
derecha ven encenderse un bombillo; de inmediato arriman al lugar. Los miembros de la
cuadrilla armada suben velozmente y discuten con los moradores de la casa, los
obligan a ocupar sus canoas; de inmediato sueltan dos tiros de sus armas
automáticas al aire. Minutos mas tarde las dos canoas con sus dueños a bordo
son violentamente sujetadas a la lancha y remolcadas hasta el sitio de la
fatídica reunión.
A la luz de una
pequeña linterna de baterías, una joven mujer que desde el principio asumió la
guardia del lugar sagrado, vestida totalmente con prendas de uso privativo de
las fuerzas militares de Colombia y con un brazalete distintivo de las AUC en
su brazo izquierdo, esculca meticulosamente los rostros de cada uno de los reos
que van arribando al lugar, preguntándoles al instante su nombre y su oficio.
Mientras que otro hombre igualmente uniformado mueve rápidamente su linterna de
mano, ubicando a cada secuestrado en un sitio específico.
Para las cuatro
de la mañana, recibiendo todo tipo de agresiones tanto físicas como verbales,
concentrados en la plaza pública están la mayoría de los invitados a la funesta
reunión, todos inmovilizados y acostados bocabajo, sobre el escabroso piso de
cemento, a la espera de la decisión que tomen los comandantes de la operación terrorista.
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