miércoles, 3 de agosto de 2011

Memoria de un hecho terrorista



Para cuando la aurora despunte, todo estará consumado. La travesía de la muerte habrá cobrado treinta y siete víctimas mortales; decenas de huérfanos; un número considerable de viudas; padres y madres que no dejarán de llorar a sus hijos; mil seiscientas personas entrarán a engrosar la deshonrosa lista de tres y medio millones de habitantes en condición de desplazamiento forzado. Ya estará roto el tejido social.

A las 11: 40 de la noche del martes 21 de noviembre del año 2000, con todas las almas de los cielos reunidas en el paraíso, llegaban hasta allí las ánimas de Edwin José Cruz Romero, Efraín Miguel Benthan Escorcia, Juan de Jesús de la Hoz Martínez y Eder Londoño González, labriegos y pescadores del caño Clarín Nuevo. Ellos contaban a las almas conocidas que habían fallecido por las manos asesinas de un grupo de paramilitares o ‘paracos’, como comúnmente son conocidos en su jerga. También contaban que los asesinos pertenecían al bloque norte, comandado por alias ‘Esteban’ y a las órdenes de “Jorge 40”. Comenzaba el horroroso recorrido de la muerte.

Las almas recientemente recibidas en el sagrado lugar comentaban la manera macabra como acabaron con sus vidas: los asesinos eran 57 hombres y 3 mujeres, con equipos de intendencia y campaña, camuflados y repartidos en cinco lanchas, que avanzaban rápidamente sobre el caño Clarín Nuevo. Referían que el recorrido de la cuadrilla armada ilegal era largo y que se dirigía al Morro, el pueblo palafítico enclavado en la ciénaga de Machete, buscando a un grupo de personas que según ellos tenían deudas con la justicia y seguían delinquiendo. No había terminado de escuchar el trágico relato cuando decidí abandonar el paraíso para bajar de nuevo a la tierra a seguir el recorrido de los asesinos, el cual voy a tratar de narrar lo mejor que pueda:




Primero permítanme contarles quién soy: Juan Bautista Zorrilla Chesle fue el nombre que me pusieron mis padres el día de mi nacimiento (1 de julio 1886), en el caserío llamado El Morro, también conocido como Nueva Venecia, en la costa Caribe colombiana. Hijo único de una unión marital de hecho, de viejos tercos y perfeccionistas, que muy tarde se unieron y sólo pudieron tener este fruto de su amor postrero.

‘Brisas de Venecia’ es el palafito de la familia, amplio y en medio de dos enormes manglares de colorado, con una enorme troja construida en palmiche. Desde ella observábamos las montañas de la Sierra Nevada de Santa Marta, así como la ciénaga de Machete, con todos sus accidentes geográficos. Transcurrido un largo tiempo, sobre los islotes verdes se construyeron campos de fútbol donde se recreaba la población masculina en los momentos de ocio, especialmente los domingos. Las mujeres, los niños y los jóvenes vendían guarapos de caña de azúcar, tortas de trigo, bollos de maíz y arepas. Entonces teníamos el inmenso honor de ver salir de los caños El Salado y Los Guayacanes caravanas de canoas piloteadas por los pescadores con su grupo de familias para continuar el poblamiento.

Toda mi vida transcurrió en mi pueblo natal, el lugar donde forjé mi extensa familia. Vi crecer el caserío desde 10 bohíos de palma amarga hasta más de 300 casas totalmente organizadas, casi con igual número de familias unidas por una intrincada red de consanguinidad y compadrazgo. A los 21 años, cuando tuve la mayoría de edad, contraje matrimonio con Eva María, la hija mayor de la familia Gálvez Molsalvo, perteneciente al caserío ubicado a escasos 200 metros de la desembocadura del caño El Salado. Una mujer de 25 años de edad, pelo largo y negro, metro sesenta y cinco de estatura y cuerpo de sirena; cara redonda, ojos color miel y nariz aguileña; prudente, trabajadora y disciplinada. Tuvimos doces retoños; 124 nietos; 56 bisnietos y 19 tataranietos. Atarrayero de toda la vida, liberal de pura sepa, profesor de matemáticas básicas e historia, poeta lírico y periodista empírico… ese era yo. Me despedí de este mundo el 20 de agosto de 1986, casi cuando llegaban las seis de la tarde, durante una de esas tormentas que suelen golpear al caserío. De inmediato llegué a la diestra de Dios Padre, por ser un hombre de alma buena que siempre hizo el bien.



Después de catorce años regresé a mi pueblo natal. En muchas de sus casas encontré altos manglares y el agua del complejo de Pajarales que siempre fue salada, ya era totalmente dulce. Observé que el manglar muerto durante los últimos cuarentas años se recupera progresivamente. Las poblaciones de la Ciénaga Grande pasaban por una de sus épocas más productivas. El corral de pesca, que se caracterizaba por la unificación y la integración de sus miembros, había sido remplazado por métodos pesqueros muchos más efectivos como el boliche, el zangarreo, el chinchorro y la chinchorra.

Pero es del sangriento recorrido del que debo hablar; de lo que pasó aquel trágico día en mi pueblo y que presencié enganchado a la lancha de los asesinos: ‘En Dios Confío”, una de las tantas fleteras que a diario salen del pueblo con destino a la ciudad de Barranquilla, llevando consigo a comerciantes de pescado fresco para ser expendidos en el mercado más importante de la costa Caribe colombiana. Esta enorme embarcación era operada por José Darío Moreno Retamozo y en la proa estaban Senén Antonio Gonzales Mejía, ‘Mano Sene’, ayudante encargado de organizar y recoger la carga. Además de la carga, el grupo de pasajeros lo constituían Rafael Gutiérrez Pérez, Edgardo Altamar Mejía, Eduardo Gutiérrez, Amado Mejía, Armando Acosta Suárez, Néstor Mendoza Suárez, Milton Gómez y un pasajero que viajaba con su máquina de hacer helados, que diariamente vendía por la red intrincada de calles fluviales de Buena Vista y El Morro: Leonel Max Solano, oriundo de una provincia del César, uno de los tantos aventureros que llegó a tentar la fortuna, aturdido por la fiebre de la Mojarra Lora en los mercados de la costa norte y uno de los tantos que la fatalidad encontró en el lugar equivocado.



Supe, por lo que había alcanzado a escuchar en el paraíso, que desde la tarde de ese martes la brisa veraniega soplaba fresca y fuertemente sobre el pueblo, como queriendo apartarlo de todo lo malo, mudarlo de este prospero lugar para evitarle que sufriera el embate cruel de la injusticia humana y desalmada. A las 9:10 de la noche y con destino al puente Olaya Herrera, salió el grupo de pequeños minoristas de pescado, embarcados en la fletera. Después de remontar contra semejante brisa que sólo la podía estar mandando nuestro Señor, sortear los embates de la naturaleza y navegar como siempre sobre los espejos de agua de las diferentes ciénagas y caños menores, llegaron finalmente al caño Clarín, el cauce que los llevaría al Rio Grande de la Magdalena. A las 11:55 de la noche, la luna llena alumbraba completamente el firmamento y ‘En Dios Confío’ entraba al caño Clarín Nuevo por donde desde hacía un cuarto de hora venían avanzando cincos lanchas en las cuales se desplazaba un grupo de hombres fuertemente armados. ‘En Dios Confío’ fue interceptada a la altura del kilometro 24 del mismo canal por el grupo que se identificó como ‘Walter Usuga’, una cuadrilla de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), quienes obligaron de inmediato a la embarcación a regresar a su lugar de partida. La tripulación no pensaba en la muerte; creían que se aclararía el mal entendido que existía. Palabras que no creyeron los terroristas pues pensaron que todos conocían un poco de algo y que nadie era extraño a los secuestros que la guerrilla hacía en la zona, a tan pocos kilómetros de sus lugares de trabajo y residencia.

Mientras los hombres violentos hacían transbordo rápidamente a la canoa, empezaban a obtener a su manera la información que requerían de los aturdidos comerciantes. “Desconocemos por completo lo que nos preguntan ustedes”, fue la respuesta aportada inmediatamente - “Somos pescadores, así que no hemos contraído deudas de ninguna índole con nadie. Ni buenos ni malos”. El autoproclamado grupo anti-subversivo no prestaba atención a sus palabras. Los rehenes lanzaban súplicas a los cielos y convocaban la presencia de sus muertos (pensando erróneamente que nosotros podíamos intervenir a su favor) cuando veían que no había poder humano que les hiciera entender a los hombres de camuflado que de veras desconocían la dichosa información. Muchos con ruegos y suplicas pedían a Dios que alguien creyera plenamente en su inocencia ya que su único pecado había sido habitar un lugar abandonado por completo por las autoridades terrenales.




Parecía que nadie estaba informado de la incursión armada, aunque siempre se habían escuchado rumores de que se encontraban cerca y muy especialmente después de la masacre en Bocas de Aracataca, el otro pueblo palafito de la Ciénaga. Tampoco sintieron el pálpito de la tragedia que se estaba gestando desde la noche anterior sobre el puerto ribereño de Salamina, desde donde las cinco lanchas rápidas de 20 pies de longitud y listas de provisiones, zarpaban supuestamente al rescate de unos secuestrados y terminaban cometiendo un delito atroz, considerado de lesa humanidad.

Para cuando me sujeté a la canoa, ésta entraba con los rehenes a la ciénaga de la Redonda y caía al caño Brístol. Continuábamos avanzando muy rápido hasta el nuevo Caño Indio, canal dragado por Láminas del Caribe para transportar el mangle talado en la Ciénaga Grande y en el complejo de Pajarales, y entrábamos a la Ciénaga de Luna.





Dos horas más tarde seguía soplando la brisa. ‘En Dios Confío’, con sus tripulantes bajo el dominio de dos “antisubversivos” y con el grupo de pasajeros inerme, algunos sentados sobres las curvas y de espaldas a las bordas, entraba a Caño Hondo, escoltada por las otras cincos lanchas. Era la madrugada del 22 de noviembre, ya muchos estaban sentenciados a muerte por la supuesta colaboración con el ‘Domingo Barrios’, una cuadrilla armada del Ejército de Liberación Nacional (ELN), que tenía su centro de operaciones en el Santuario de Flora y Fauna ‘Agujas’, cerca de nuestro poblado: a las 5:00 de la tarde del sábado víspera del carnaval de 1998, el comandante del grupo guerrillero llegó con la funesta noticia: una avanzada de paramilitares incursionaría en los pueblos palafíticos y dejaría muchos muertos. Invitó a los pobladores a hacer parte de sus filas. En la explanada de la iglesia católica, donde se realizó la reunión hasta altas horas de la noche, el pueblo entero invocó la presencia de los santos de su devoción y de sus ánimas. Ahora había llegado ese día temido desde entonces.


Cuando la gran fletera salía de Caño Hondo y tomaba el cangilón, miré hacia el cielo y vi la luna en el centro del firmamento completamente llena. Un cielo azul marino, rodeado de millares de estrellas que parecen desprender lucecitas y la brisa que seguía soplando fuertemente. Eran las dos de la mañana, se observaban los calabacitos alumbradores en cada palafito. Habíamos llegado a Punta de los Olivos, sólo nos separaban cinco kilómetros, un espejo de agua en movimiento y una fuerte brisa que parecía desear que nunca llegáramos. La avanzada paramilitar continuaba escoltando la gran canoa, que se había ido desocupando en el trayecto, arrojándose cuanto traía a las aguas de la ciénaga (neveras acostadas, cavas de Icopor y varios bultos de pescado seco-salado). ‘En Dios Confío’, después de cinco horas de viaje frustrado, volvía con sus ocupantes reacomodados sobre las curvas en el fondo, atados algunos de manos y pies, con la misma soga con la que se sujetaba la canoa y con la custodia rigurosa y celosa del grupo de hombres con caras pintadas, pasamontañas, brazaletes y armados cada uno de un fusil Galil 7.62. Entraban a la población en posición permanente de ataque e invitaban a sus habitantes a una reunión urgente. Sin detenerse continuaban navegando con rumbo a la explanada de la iglesia católica, el lugar escogido para la fatalidad.

Mientras la primera lancha llegaba a la casa de Merce Moreno, donde se realizaba una parranda desde la noche anterior, muchas personas aturdidas y asustadas se lanzaban a las aguas de la ciénaga. Empezaban a sonar los primeros disparos al aire, los mismos que le informaban a la gente que algo malo sucedía. Esa lancha salía con el primer grupo de rehenes directo a la plaza pública; las cuatros restantes recogían otros para su reunión e iban tomando posesión estratégica desde el norte del pueblo. A esa hora de la madrugada empezaban a caer los primeros muertos dentro del pueblo.





Apenas sonaban los primeros tiros, los pobladores de la zona norte, pescadores en bandadas con sus mujeres, niños, niñas, ancianos y jóvenes, se desplazaban en sus embarcaciones rápidamente al sur. Muchos se refugiaban en el barrio seco y otros tantos continuaban hacia la zona costera más cercana (Guarumá, el Playón de Fermería y la punta de la Cubana), aturdidos por el terror. Todo esto lo vi con mis ojos de muerto.

Horas más tarde, poco antes del medio día y cuando ya estuvo consumado el horrible hecho, más de doscientas cincuentas canoas, con igual número de bogas, navegaron buscando un lugar seguro donde refugiarse. Comenzó el éxodo en pleno de los pueblos palafitos: se desplazaron forzosamente agua abajo, hacia las poblaciones continentales de la Ciénaga Grande de Santa Marta (Tasajera, Palmira, Isla del Rosario), hacia la cabecera municipal de Pueblo Viejo y los barrios subnormales de Ciénaga (Magdalena) y hacia la provincia del Atlántico. El palafito se transformó en un pueblo fantasma que sólo infundía desolación.

Más de mil seiscientas personas se convirtieron en testigos presenciales de un horrible crimen contra el Derecho Internacional Humanitario y los Derechos Humanos: doce muertos entre labriegos y pescadores, todos tendidos bocabajo sobre el costado norte de la explanada de la iglesia católica; seis pescadores más, repartidos en diferentes casas; uno dentro de su canoa a la deriva, en el trayecto desde la entrada por el norte hasta el centro del corregimiento; cuatros de los rehenes, obligados a servir de baquianos hasta el sur del complejo lagunar; dos en las ciénaga de la Solera y ocho buenavisteros en la ciénaga de Tamacá.

El cerdo… ¿cómo no hablar del cerdo? Él fue el primero en hacer lo que todos harían después: regresar. Horas después de que el grupo armado abandonó el pueblo, embarcado entre el barrote de barro y la proa, repentinamente volvió su mirada atrás. Por su mente pasaron muchos recuerdos de su vida de encierro, pero a fin de cuentas momentos inolvidables, tiempos felices. Recordó cómo jugueteaba con los niños que a diario lo visitaban con algo de comer, con las aves y los peces que veía saltar desde su chiquero. Bajo el abrasante sol y de un modo instintivo, se abalanzó a las aguas de la ciénaga de Machete, por donde navegaba la canoa que huía. No le importó nada, sólo deseaba llegar de regreso nuevamente a la porqueriza donde querrá seguir siendo feliz como lo había sido hasta la tarde anterior, cuando se durmió sobre las valvas de almejas y el lodo, pensando despertar en su paraíso invadido de sapos y mosquitos y no viviendo esa horrorosa pesadilla, rehusándose al abandono total del pueblo a causa de unos pocos violentos. La canoa no detuvo su paso constante y la tripulación, aturdida por el horror, tampoco se detuvo un instante a recoger su único patrimonio, tal vez porque al huir ya habían asumido la pérdida total de todo cuanto tenían. Así el animal quedó a su suerte en mitad del agua, seguro que llegaría a su casa recientemente abandonada. Él quiso regresar al lugar donde había sido feliz con sus amigos: un cuervo, una gaviota y un mapache; donde aprendió a convivir pacíficamente además con un gato y un perro.




Pero eso fue después… porque antes, cuando casi se acercaban las tres de la mañana, en el firmamento la luna llena iluminaba ininterrumpidamente. Mientras las olas provocadas por la fuerte brisa rebotaban contra las paredes y los techos de cada casa, las canoas recostadas a las trojas y los sardineles estremecían los horcones y las horquetas. Los pisos eran como una hamaca. ‘Juancho’ Moreno, un joven pescador secuestrado a la entrada del pueblo minutos antes, lograba escaparse del escuadrón armado y nadando sigilosamente dentro del pueblo, llegaba a la casa de Rafael Altamar, donde residía Teobaldo Suárez. Éste, a esa hora de la madrugada, atendía el fogón y vigilaba la vieja olla que hervía al rojo vivo, en espera que ablandara totalmente el último grano de café. Juancho le informó lo que ocurría a tan sólo doscientos metros de ahí y le preguntaba por su concuñado, Elmer Mejía. Aprovechando que El Morro se encontraba en la zona de menor nivel de agua, Juancho seguía caminando en su búsqueda, y finalmente salían todos juntos en procura de refugio. Levantaba su mirada de miedo por unos segundos y veía en la iglesia la llegada de la fletera y oía fuertes gritos de rabia y de mando: empezaban a reunirse para la celebración de la macabra reunión. Juancho y los otros emprendían un nuevo camino de vida, no sin antes informar seriamente a los habitantes del sector Este que todavía ignoraban la presencia y los estragos que causaba el grupo armado.

Teobaldo, al instante de recibir aquella funesta noticia, pasaba por el fogón y llegaba finalmente a la porqueriza donde observaba al pequeño animal, que escasamente alcanzaba la arroba y media de peso, destinado desde mediados de año a la adquisición de los juguetes de noche buena de sus cuatro hijos. Sobre el suelo de valvas de almejas y lodo de la ciénaga, lo encontraba echado, despierto, aunque totalmente relajado. De inmediato volvía a la hornilla a esperar que terminara de hervir el café. Transcurría la primera de las cuatro horas más largas y tenebrosas que hemos vivido los habitantes del Morro en ciento cincuenta y tres años enclavados sobre la Ciénaga.

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