lunes, 25 de junio de 2012

UN PUEBLO FANTASMA


Mi pueblo natal había cambiado considerablemente, no sólo en las formas de sus viviendas y los cambios ambientales del complejo lagunar, sino en la índole de su gente. El respeto se había perdido, el liderazgo ejercido por los ancianos -que éramos el soporte estructural de las familias- se perdió por completo una vez desapareció mi generación. No encuentro la activa dirigencia que durante un largo tiempo ejercieron nuestros abuelos y padres y que luego heredamos nosotros. Hoy es un pueblo totalmente cambiado.

Las cincos lanchas de regreso del boquerón de Pijinio, donde dejan a los paramilitares, se detienen por unos cortos minutos en las afueras de El Morro. Familias enteras que se habían refugiados en los espesos manglares desde la madrugada y que llegaron a ver el destrozo dejado en la plaza pública y a recoger sus muertos, se asustaron mucho más cuando vieron de reojo las cincos lanchas que volvían. Se apoderó nuevamente el terror de sus almas y se dispersó una vez más el personal concentrado en la explanada de la iglesia católica.

Ya unas horas antes viajaban canoas repletas de gentes a los puertos continentales, buscando un refugio para sus vidas en el casco urbano y las municipalidades del Atlántico. Otro grupo de gente atravesaba la inmensa ciénaga grande. Cada hora que transcurría, Buena Vista y El Morro se iban transformando en pueblos fantasmas.

Una mujer de una larga cabellera negra está sentada sobre el bulto de ropa de toda la familia, arrojada de prisa sobre el fondo de la canoa. Dos niñas ubicadas una a la diestra y otra a su siniestra y un muchacho acomodado como pudo sobre sus piernas; su anciano padre, sentado más adelante, muy cerca de la proa. El agotado bogador es el marido de la joven mujer. El niño no alcanza los diez años de edad y es la primera vez que viaja sobre la llanura acuática. Seis horas más tarde, entran al  caño Aguas Negras y finalmente arriban a tierra firme. Una tierra que produce mangos de azúcar y bananos; una región azotada desde tiempo atrás por la horrible violencia.

Una vez sobre tierra firme, el grupo de desarraigado sale junto de  Sitionuevo, caminando la congestionada vía vehicular, buscando el acceso directo a la gran ciudad. Atónitos observan  las construcciones y el comercio informal, desembocaron sobre la Avenida Santander. Llegan a una vía recta que parece estrellarse sobre una inmensa colina teñida de verde. Hay una brisa suave que provenía del azul mar Caribe y el sol permanece radiante pero infernal.

Todos juntos desvían a la izquierda y van a dar a la plaza del Centenario. Divagan por el parque; compran un raspado y toman agua de coco. Finalmente descansan sobre el templete. Al mirar al poniente, chocan sus miradas con un templo religioso.
Una vez es abierta la iglesia San Juan Bautista asisten a la primera misa de acción de gracias en honor a Santa Cecilia, mártir de la iglesia. Aprovechan para darle gracias al todo poderoso por las vidas que aun conservan y rezan un santo rosario por las nuevas almas que recién llegan al purgatorio.

Al salir del lugar sagrado, continúan caminando la ciudad y llegan al parque Digna Cavas. Llegan luego a una playa sucia de carbón, plásticos y envases vacíos. La bordean hasta el río Córdoba. Por primera vez en sus vidas pasan un bosque de altas palmeras. Finalmente plantan una carpa en un lugar llamado ‘El Poblado’. Allí aprenden oficios distintos del de la pesca: aprenden a recoger y comercializar mangos; a trabajar en plantaciones de palma africana y a cortar el vástago del banano.    
  
Económicamente sus ingresos disminuyen considerablemente. Entrand e lleno a la informalidad, esa forma precaria de trabajo que es muy común en las ciudades de la costa Caribe que hoy habitan los desplazados. Las mujeres y los niños trabajan de sol a sol, barren las largas avenidas, reciclan papel, cartón, vidrio y plástico. Recogen los huesos roídos, arrojados por la muchedumbre en cualquier lugar de la ciudad. Buscan pedazos de hierros, aluminio y cobre para lograr obtener el sustento de cada día “sin robarle un peso a nadie”.

El pueblo ha cambiado. Acompaño a cuanto sepelio puedo asistir, viajando del Morro a diferentes localidades, para que el día que yo muera por lo menos me acompañen en mi sepelio y al tradicional mes de velación, donde asiste la familia en pleno, los que están en el pueblo y los que no están. Hoy doy fe de que fue así, de que no estuve solo cuando me llegó la muerte. También de que algunas cosas han vuelto: el corral de pesca volvió a la ciénaga de Machete; otra vez se pesca el tradicional Mapalé; las tiendas en su gran mayoría reabrieron sus puertas al servicio de la gente; ‘Manuelita Sáenz’, la fletera de pasajeros, llega cargada nuevamente y ‘Tico Mane’ sigue vendiendo por la red de calles fluviales de EL MORRO el tradicional y refrescante raspado.

Es la hora de contar, desde el varadero donde cada tarde solía sobar ‘El Encanto’ - mi canoa de faenas diaria- que Nueva Venecia (El Morro) está resurgiendo de sus propias cenizas. Yo regreso al eterno paraíso, a la diestra de Dios Padre. Me pueden ver como una luz más en le infinito firmamento y si de algo estoy seguro es que El Morro, como mi estirpe, no está condenado a la desaparición total a causa de la violencia, sino a resistir los embates de la maldad y perdurar por los siglos de los siglos.  

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