Mi pueblo natal había cambiado
considerablemente, no sólo en las formas de sus viviendas y los cambios
ambientales del complejo lagunar, sino en la índole de su gente. El respeto se
había perdido, el liderazgo ejercido por los ancianos -que éramos el soporte
estructural de las familias- se perdió por completo una vez desapareció mi
generación. No encuentro la activa dirigencia que durante un largo tiempo
ejercieron nuestros abuelos y padres y que luego heredamos nosotros. Hoy es un
pueblo totalmente cambiado.
Las cincos lanchas de regreso del
boquerón de Pijinio, donde dejan a los paramilitares, se detienen por unos
cortos minutos en las afueras de El Morro. Familias enteras que se habían
refugiados en los espesos manglares desde la madrugada y que llegaron a ver el
destrozo dejado en la plaza pública y a recoger sus muertos, se asustaron mucho
más cuando vieron de reojo las cincos lanchas que volvían. Se apoderó
nuevamente el terror de sus almas y se dispersó una vez más el personal
concentrado en la explanada de la iglesia católica.
Ya unas horas antes viajaban canoas
repletas de gentes a los puertos continentales, buscando un refugio para sus
vidas en el casco urbano y las municipalidades del Atlántico. Otro grupo de
gente atravesaba la inmensa ciénaga grande. Cada hora que transcurría, Buena
Vista y El Morro se iban transformando en pueblos fantasmas.
Una mujer de una larga cabellera
negra está sentada sobre el bulto de ropa de toda la familia, arrojada de prisa
sobre el fondo de la canoa. Dos niñas ubicadas una a la diestra y otra a su
siniestra y un muchacho acomodado como pudo sobre sus piernas; su anciano
padre, sentado más adelante, muy cerca de la proa. El agotado bogador es el
marido de la joven mujer. El niño no alcanza los diez años de
edad y es la primera vez que viaja sobre la llanura acuática. Seis horas más
tarde, entran al caño Aguas Negras y finalmente
arriban a tierra firme. Una tierra que produce mangos de azúcar y bananos; una
región azotada desde tiempo atrás por la horrible violencia.
Una vez sobre tierra firme, el grupo
de desarraigado sale junto de Sitionuevo,
caminando la congestionada vía vehicular, buscando el acceso directo a la gran
ciudad. Atónitos observan las construcciones
y el comercio informal, desembocaron sobre la Avenida Santander. Llegan a una
vía recta que parece estrellarse sobre una inmensa colina teñida de verde. Hay
una brisa suave que provenía del azul mar Caribe y el sol permanece radiante
pero infernal.
Todos juntos desvían a la izquierda y
van a dar a la plaza del Centenario. Divagan por el parque; compran un raspado
y toman agua de coco. Finalmente descansan sobre el templete. Al mirar al
poniente, chocan sus miradas con un templo religioso.
Una vez es abierta la iglesia San
Juan Bautista asisten a la primera misa de acción de gracias en honor a Santa
Cecilia, mártir de la iglesia. Aprovechan para darle gracias al todo poderoso
por las vidas que aun conservan y rezan un santo rosario por las nuevas almas
que recién llegan al purgatorio.
Al salir del lugar sagrado, continúan
caminando la ciudad y llegan al parque Digna Cavas. Llegan luego a una playa sucia
de carbón, plásticos y envases vacíos. La bordean hasta el río Córdoba. Por
primera vez en sus vidas pasan un bosque de altas palmeras. Finalmente plantan
una carpa en un lugar llamado ‘El Poblado’. Allí aprenden oficios distintos del
de la pesca: aprenden a recoger y comercializar mangos; a trabajar en
plantaciones de palma africana y a cortar el vástago del banano.
Económicamente sus ingresos
disminuyen considerablemente. Entrand e lleno a la informalidad, esa forma
precaria de trabajo que es muy común en las ciudades de la costa Caribe que hoy
habitan los desplazados. Las mujeres y los niños trabajan de sol a sol, barren las
largas avenidas, reciclan papel, cartón, vidrio y plástico. Recogen los huesos
roídos, arrojados por la muchedumbre en cualquier lugar de la ciudad. Buscan
pedazos de hierros, aluminio y cobre para lograr obtener el sustento de cada
día “sin robarle un peso a nadie”.
El pueblo ha cambiado. Acompaño a
cuanto sepelio puedo asistir, viajando del Morro a diferentes localidades, para
que el día que yo muera por lo menos me acompañen en mi sepelio y al
tradicional mes de velación, donde asiste la familia en pleno, los que están en
el pueblo y los que no están. Hoy doy fe de que fue así, de que no estuve solo
cuando me llegó la muerte. También de que algunas cosas han vuelto: el corral
de pesca volvió a la ciénaga de Machete; otra vez se pesca el tradicional
Mapalé; las tiendas en su gran mayoría reabrieron sus puertas al servicio de la
gente; ‘Manuelita Sáenz’, la fletera de pasajeros, llega cargada nuevamente y ‘Tico
Mane’ sigue vendiendo por la red de calles fluviales de EL MORRO el tradicional
y refrescante raspado.
Es la hora de contar, desde el
varadero donde cada tarde solía sobar ‘El Encanto’ - mi canoa de faenas diaria-
que Nueva Venecia (El Morro) está resurgiendo de sus propias cenizas. Yo regreso
al eterno paraíso, a la diestra de Dios Padre. Me pueden ver como una luz más
en le infinito firmamento y si de algo estoy seguro es que El Morro, como mi
estirpe, no está condenado a la desaparición total a causa de la violencia,
sino a resistir los embates de la maldad y perdurar por los siglos de los
siglos.
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