UN MINUTO DE SILENCIO
Un suave y frio viento penetró el cuarto principal, se detuvo sobre la cama de la
mujer dormida. Roncio un momento sobre el lugar y luego desapareció. Era una
madrugada trágica.
El espíritu de Blanca, a la deriva, muerta unos minutos antes:
Síndrome de respiración aguda. Se devolvió a los pies ceros y contemplo la
silueta emburujada: Negra, interrumpida solo por el instinto, salto de su cama.
Recordando de inmediato el humor negro de su madre y se percató que le acababa
de notificar en alma su propia muerte.
La mujer soñolienta se puso de pie, miro por la ventana y la
brisa cálida que arroja el caribe, le palmoteo sus mejillas y contemplo la procesión de las animas en penas
que deambulan la carretera, reviso la hora en el reloj del celular, no encontró
nuevo mensaje ni mucho menos llamadas perdidas, eran las 3.28 de la mañana.
En su dormitorio y en
total intimidad, empezó a poner en orden la habitación y sintonizo en un radio
las noticias locales, en espera que le informara el reporte de los decesos de
esa amarga noche y continuar atenta del desarrollo de la pandemia que
azotaba a la humanidad y empezaba a cobrar sus primeras víctimas en la región. Distante
a pocos kilómetros del lúgubre hospital donde agonizaba su progenitora,
acompañada solo por las suplicas de sus familiares, y una pronta recuperación y
totalmente atendida por los especialistas de la salud. Se despedía de este
mundo. Rezo un poco de algo y lloro instintivamente.
las mujeres, niños y los hombres del vecindario se acercaron
a la humilde casa, reunidos rezaron el rosario sentados en la silla contra la
pared distantes dos metros uno del otro, hablaron de la emergencia sanitaria y
recordaron las vidas de las numerosas personas fallecidas en el sector.
La humilde casa a horilla de la ciénaga grande de frente al
mar, Separados solo por la troncal del caribe que une vialmente a los distritos
portuario e histórico: Barranquilla y Santa Marta. Se fue llenando de llantos.
Antes del amanecer. La carroza mortuoria se hizo presente en
el hospital estatal que hacia entrega de una persona del sexo femenino. Dos hombres,
portando uniformes solemnes, verificaron
el cuestionario de rutina sobre la identidad y sus antecedentes de salud, un
diagnostico rescatado en medio mes de asistencia médica. Negra, recibía el
cuerpo de su madre dentro de una bolsa negra plástica, herméticamente
cerrada y las personas responsables, ubicaron el bulto dentro de la carroza
fúnebre y el conductor arrancó con rumbo al parque cementerio.
El carro fúnebre, una hora después entro hasta la sala de
cremación, el cuerpo inerte amortajado, fue homenajeado con un minuto de
silencio. Finalizado los protocolos de rutina, el paso siguiente el horno
crematorio y dos días después, la bendición de las cenizas. Negra, presente en
el ritual, se convirtió en la única testigo presencial de la solemne ceremonia
y cumplió así su deber moral de asistir a padre y madre en la enfermedad.
Dos semanas atrás. El carro usado utilizado como servicio
público y comúnmente conocido: “cachambero”. En sus asiento traseros y con
síntomas gripales utilizando tapabocas y conservando el lado izquierdo arrumada
de un costado viajaba una mujer de avanzada edad, de tez quemada por el sol
ardiente de mediana estatura; de humor negro, chistosa y sarcástica: Blanca. Por
el otro extremo muy preocupada por las condiciones de salud de la anciana, lo
ocupaba: Negra, una mujer indiada, de bustos firmes y contextura robusta; ropa
clásica, ama de casa, su hija menor.
El carro viejo tomado de expreso, empezó a recorrer la vía
nacional a una velocidad prudente y conforme a su estado de uso, con dirección
al único hospital de alta complejidad. Hasta ese momento el estado de salud de
la mujer no era grave y el conductor primípara, al entrar a la ciudad bananera, sequio la avenida más transitada:
Santander, donde están ubicados los
almacenes de ropa y calzado, cacharrería. Las ventas de celulares, además de
las ventas ambulantes sobre los andenes que la embotellaban en ambos sentidos.
Las panaderías, refresquería. En el lugar de la estación que se acerca a los
supermercados ubicados sobre la avenida, era un nudo infernal de carro
cisterna, autos pequeños y peatones que cruzaban de un lado a otro, buscando provisionarse
de la canasta familiar antes de que llegara la hora del confinamiento
nacional.
A una velocidad mínima hasta la avenida: San Cristóbal,
encontraron las pocas casas y los muchos negocios cerrados y las calles
empezaban a ser desiertas por la cuarentena. El inexperimentado conductor puso
el vehículo en sentido carril sur-norte sobre la avenida, siguieron adelante y
dispuestos a llegar lo antes posible al centro asistencial.
Blanca, agotada por la tos seca y la fiebre se había
acomodado de manera fetal, por lo menos no se movió y tampoco se quejó al
llegar a la puerta de urgencia; el malestar respiratorio, le estaba robando el
alma. Salió del carro envuelta en una manta gruesa hasta el cuello, por sus
propios medios se adentró en el hospital, fue su primera similitud con un
fantasma. Abrazada por completo por el espantoso escalofrió.
A las doce meridiano. La anciana confusa, ingreso al centro
hospitalario. La camilla se perdió en el fondo del corredor pasada la puerta
alterna del laboratorio de los exámenes; donde tomaron placas de sus pulmones a
partir de una tomografía, que arrojaba pérdida total del pulmón derecho y
graves afectaciones del pulmón izquierdo producto de la bronconeumonía,
Concluido el procedimiento clínico fue perdiendo su conciencia, tampoco dejaba
de mover su cabeza en ambos sentidos,
invadida por la infección: Coronavirus, la covid-19, estaba siendo preparada por el personal paramédicos, para ingresar a la unidad de
cuidados intensivos.
La negra, invadida por la tragedia y la nostalgia, caminó de
regreso al fondo de la ciudad hasta desembocar en el centro histórico, de
frente a la iglesia: San Juan Bautista, cerrada y solitaria, se santiguo. Sobre
el parque: Centenario, contemplo los árboles y las iguanas que se soltaban de
sus ramas.
El novenario amenizado por el cuentero del pueblo, la
rezandera que no asistió, como las señoras que repartían los tinto y los calientillo;
hasta los tabacos para espantar el sueño y los sancudos, como tampoco hubo juego
domiciliario (domino, cartas). La ausencia de las multitud de acompañamiento de
los féretros a su última morada propio de su grupo marginal y tampoco
concurrieron sus familiares que vivían en otro lugar, separados por la
distancia. Se rompió la tradición cultural.