lunes, 25 de junio de 2012

UNA FUNESTA REUNION


1
Por un momento dejo a un lado mis gratos recuerdos, miro al poniente y veo el alba naciente. Son pasadas las cuatros de la madrugada y casi se han definido los puntos de la funesta reunión.

Al terminar la misma, en la plaza pública continuaron tendidos Nicolás Manuel Indignares, Iván Roque González Ferrer y Jorge Eliecer Altamar, oriundos de Soledad Atlántico, pescadores de profesión y residentes en el morro desde hacia unos meses atrás. También seguían sobre el piso: Hugo Luis Escorcia Santiago y Javier Enrique Caballero, labriegos y pescadores del caño Clarín Nuevo, embarcados en varias de las lanchas y utilizados como baquianos en el caudaloso canal. Estaba Rafael Ángel Mendoza Mendoza, natural de la cabecera municipal de Sitionuevo, operador de la canoa, ayudante del heladero. También permanecían seis hombres del Morro: Martín Rafael y Manuel Octavio Rodríguez Ayala; hermanos carnales, artesanos y constructores de canoas y embarcaciones. Armando Antonio Acosta Suárez y su sobrino Néstor Iván Acosta Suárez, pescadores e intermediarios de pescados frescos y seco-salados; Amado Rafael Mejía Mendoza, minorista de pescado fresco y el operador de la embarcación “En Dios Confío”; también José Darío Moreno Retamozo. Rafael Gutiérrez Pérez fue obligado a desocupar por completo la gran canoa y a presenciar el funesto resultado. Había también otro testigo presencial de los hechos: Octavio Cervantes García.

Los asistentes a la reunión habían escuchado de pie un pequeño discurso y las preguntas lanzadas al aire relacionadas con la guerrilla, bandidos y piratas terrestres. Estaban divididos en dos grupos y no alcanzaban a dimensionar la suerte que correría cada uno por separado.Conservando los lugares asignados inicialmente, unos minutos más tarde fueron obligados a caminar todos unidos; atravesaron en medio de la penumbra el parquecito, donde dos años atrás habían recibido a miembros del congreso de la república, a la cúpula militar del departamento, a la embajadora alemana, al alcalde, al gobernador y hasta al primer mandatario de la nación. Avanzaban esta vez empujados en fila india por un pequeño grupo de hombres de caras pintoreteadas, con uniformes militares y brazaletes en sus brazos izquierdos que decían AUC.

Un corpulento hombre vestido igual a los restantes, se adelantó al grupo unos pasos y abrió las puerta principal de la iglesia e invitó a sus selectos invitados a refugiarse por un momento en el recinto religioso, mientras con la docena de hombres apartados a su siniestra “definimos un asuntico”. La puerta de Ceiba y Carreto, elaborada por un artesano del pueblo para la celebración de las fiestas patronales pasadas, se cerraron totalmente y solo se abrieron de nuevo cuando ya se había consumado el diabólico hecho.   
            
Llegaron unos cortos minutos de silencio erizante, los que generalmente anteceden a las grandes catástrofes. Los hombres del bloque terrorista, atropellaron verbal y físicamente a las doce personas seleccionadas. Segundos más tarde, un gran número del escuadrón caminaron sin mucha prisa en dirección a las lanchas y encendieron los motores fuera de borda a una alta revolución.
Una hora antes, Rodrigo Tovar Pupo, ‘Jorge 40’, había empezado a tener una comunicación radiotelefónica con el encargado de la operación, donde le ordenaba que abortara el operativo y saliera inmediatamente del lugar. Había recibido noticias de que el ejército y la policía conocían de los hechos y trataban de entrar a la zona. Aún así todo continuó igual, quizá porque en Colombia vale lo mismo matar a una persona que asesinar a un ciento. La cuadrilla armada en general había perdido el control, y entraron en el efecto del pánico, maltratándose entre sí.

Finalmente el genocida del grupo, acompañado por otro de sus compañeros, se ubicó justo a dos pasos de donde reposaban los pies de los tendidos y empezó a disparar a la cabeza. Fueron dos descargas de ametralladoras y más una más dirigida a los pies. El acto macabro duro apenas unos segundos: cabezas desbaratadas y un charco de sangre que inundó por completo el pequeño parque. Los cuerpos quedaron irreconocibles y los rostros triturados contra el piso, por las ojivas del potente proyectil. Entonces otro hombre, no satisfecho con aquella aberrante muerte, sacó su pistola nueve milímetros de su chapucera y acercándose rápidamente, le descargó su arma por completo a uno de los cuerpos deshechos para así doblemente matarlo y estar seguro que nunca más se levantaría de aquel lugar señalado por la muerte desde sus inicios.

2.
Al final de la década de mil novecientos treinta, Julio Manuel Moreno, peluquero de profesión, una noche de parranda destazó en la esquina de la ermita a Pablo Rodríguez, pescador de oficio. Por segundo año consecutivo se celebraban las fiestas patronales de Nuestra Señora de Lourdes y el segundo cumpleaños de la ermita construida en madera, horcones y techo de Eternit.

Pasada la media noche comenzó una riña campal. Primero fueron insultos y todo tipo de agresiones verbales y luego se fueron a las trompadas. Fue ese el momento en que el peluquero desenfundó su equipo de trabajo, su navaja barbera, y lanzó el primer zarpazo al abdomen de su enemigo. El zarpazo fue certero y de inmediato afloraron los intestinos. El veterano pescador se llevó sus manos al cuerpo vencido por los tragos, la herida y sus años y reculó unos pasos; apuñalado le llegó el segundo zarpazo de frente, pero ya aquí no soportó más y dio la espalda. El tercer zarpazo le llegó por debajo de las costillas del costado derecho. Tres veces herido de muerte, trató de refugiarse dentro de la ermita, pero sólo alcanzó llegar a la esquina derecha y se desvaneció por completo. Allí recibió el cuarto y último cuchillazo. La junta comunitaria nunca más volvió a celebrar las festividades a la virgen de Lourdes.

El año anterior, por un trágico accidente, la casa ubicada justo al sur del lugar de veneración se incendio completamente después de un descuido en el alumbrado. El mechón que suministraba la luz cayó y produjo una conflagración. El personal reunido en la plaza pública se volcó a sofocar el incendio y la fiesta se terminó mucho más temprano de lo previsto inicialmente.        

3
Los dos últimos hombres de la cuadrilla armada que aun permanecen en tierra firme, corren rápidamente el pequeño tramo de la explanada y se embarcan en sus lanchas, jarreando por delante a Senén González Mejía, ‘Mano Sene’, el provero de la fletera por ese día, y a Leonel Max Solano, el vendedor de helados de cono, llevándolos como rehenes .Toman un nuevo camino fluvial, entre las callejuelas del pueblo, que los conducirá a la zona Éste, buscando una salida segura al Santuario de Flora y Fauna de la Ciénaga Grande.

Minutos antes que el sol salte sobre la Sierra Nevada de Santa Marta, las cincos lanchas se encuentran a ciento cincuenta metros del corregimiento, dentro de la ciénaga de Machete. En dirección al caño de Fermería se divisa una canoa grande,  la misma embarcación en la que se transporta semanalmente la madera con la que se reconstruyen las viviendas averiadas del pueblo, la cual la opera Elider Yanes, el líder cívico encargado de velar para que el programa de vivienda se cumpla satisfactoriamente. En la gran canoa se transportaban la familia del líder y  varias familias más que buscaban refugio desde que escucharon las ráfagas de tiros. No alcanzaron a navegar sino unos quinientos metros después de abandonar el caserío y fueron obligados a regresar nuevamente al pueblo. Buscan refugio en la casa de la familia Gamero Castillo, pero allí el escuadrón terrorista obliga a un motorista a que los acompañe al Santuario de Flora y Fauna.

Minutos antes el operador que conducía el motor, en un leve descuido del grupo armado, se había lanzado al agua y se refugio en uno de los palafitos en las afueras del caserío.  Es por esto que ahora buscan un nuevo operador y anuncian que si no sale el operador de la canoa, procederán a tomar represalia con los acompañantes donde se encontraban: ancianos, ancianas, mujeres, niños, niñas. Es cuando el presidente del comité de pescadores, Malfre Rafael Gutiérrez Pacheco, decide salir del lugar donde se refugio por unos cortos minutos. Con él sale Wilmer Alfonso Gamero Castillo, quien se encontraba en su morada descansando al lado de sus padres. Salieron para nunca más volver, por lo menos no con vida.

Ya casi con el astro rey asomándose para iluminar el fatídico nuevo día, con ‘Conformidad’, robada en la plaza pública, son dos las canoas grandes que acompañan la caravana paramilitar. Unos minutos más tarde se chocan con una unidad económica de pesca, ‘Boliche’, que regresa después de cinco días de ranchería en la ciénaga de Tamacá y allí obligan a Wilmer Enrique Mejía Mejía, a irse con ellos. Con el nuevo motorista toman camino hacía su lugar de destino. En el boquerón de Pijinio, las cincos lanchas hacen un segundo transbordo a nuevas canoas. Las embarcaciones son devueltas nuevamente al río Grande de la Magdalena, orientadas esta vez por ‘Compa Sene’.

‘Conformidad’,  tripulada por el heladero, entra al caño los Venados y después de un momento llega finalmente a la ciénaga de la Solera. Aquí siguen los hombres armados disparando a cuanto se movía, “matando seres humanos como pájaros”.
A una larga distancia fueron alcanzado por las balas asesinas: Erasmo Antonio de la Cruz Manjarrez y su compañero de faenas, Senén Antonio González Mejía, pescadores con atarraya y oriundos del Morro, quienes se encontraban ranchando desde hacia una semana en ese sitio. Cientos de metros mas adelante fueron asesinados Gustavo Rafael Yepez Conrado y su compañero de labores, Néstor Julio Ayala Suarez, pescadores con redes fijas (trasmallos) y residentes en el corregimiento de Tasajera, Pueblo Viejo (Magdalena).

En la desembocadura del caño el Salado, al lado de la ciénaga de Cardona, fueron dejado cuatro muertos más, con síntomas de torturas y acribillados a puñaladas y con tiros de gracias en sus cabezas: Leonel Max Solano, Malfre Rafael Gutiérrez Pacheco, Edwin Alfonso Gamero Castillo y Wilmer Enrique Mejía Mejía, encontrados la tarde del día siguiente. Del otro lado del caño del salado, dentro de la ciénaga de Tamacá, fueron muertos Joaquín Modesto Alvares Charres, Jahir Eugenio Miranda Niebles, Orlando Cesar Ayala Nieble, Jorge Luis Nieto Álvarez, José Francisco Álvarez Rolón y José Asunción Marín Rodríguez, pescadores con redes fijas (trasmallos), oriundos de la población palafitica de Buenavista.

Todas las personas que salieron en a esconderse en el monte una vez inició la incursión terrorista, volvieron a sus hogares a  recoger sus pertenencias y reencontrarse con sus familiares extraviados. Todos juntos salieron a un lugar seguro donde poder refugiarse.

UN PUEBLO FANTASMA


Mi pueblo natal había cambiado considerablemente, no sólo en las formas de sus viviendas y los cambios ambientales del complejo lagunar, sino en la índole de su gente. El respeto se había perdido, el liderazgo ejercido por los ancianos -que éramos el soporte estructural de las familias- se perdió por completo una vez desapareció mi generación. No encuentro la activa dirigencia que durante un largo tiempo ejercieron nuestros abuelos y padres y que luego heredamos nosotros. Hoy es un pueblo totalmente cambiado.

Las cincos lanchas de regreso del boquerón de Pijinio, donde dejan a los paramilitares, se detienen por unos cortos minutos en las afueras de El Morro. Familias enteras que se habían refugiados en los espesos manglares desde la madrugada y que llegaron a ver el destrozo dejado en la plaza pública y a recoger sus muertos, se asustaron mucho más cuando vieron de reojo las cincos lanchas que volvían. Se apoderó nuevamente el terror de sus almas y se dispersó una vez más el personal concentrado en la explanada de la iglesia católica.

Ya unas horas antes viajaban canoas repletas de gentes a los puertos continentales, buscando un refugio para sus vidas en el casco urbano y las municipalidades del Atlántico. Otro grupo de gente atravesaba la inmensa ciénaga grande. Cada hora que transcurría, Buena Vista y El Morro se iban transformando en pueblos fantasmas.

Una mujer de una larga cabellera negra está sentada sobre el bulto de ropa de toda la familia, arrojada de prisa sobre el fondo de la canoa. Dos niñas ubicadas una a la diestra y otra a su siniestra y un muchacho acomodado como pudo sobre sus piernas; su anciano padre, sentado más adelante, muy cerca de la proa. El agotado bogador es el marido de la joven mujer. El niño no alcanza los diez años de edad y es la primera vez que viaja sobre la llanura acuática. Seis horas más tarde, entran al  caño Aguas Negras y finalmente arriban a tierra firme. Una tierra que produce mangos de azúcar y bananos; una región azotada desde tiempo atrás por la horrible violencia.

Una vez sobre tierra firme, el grupo de desarraigado sale junto de  Sitionuevo, caminando la congestionada vía vehicular, buscando el acceso directo a la gran ciudad. Atónitos observan  las construcciones y el comercio informal, desembocaron sobre la Avenida Santander. Llegan a una vía recta que parece estrellarse sobre una inmensa colina teñida de verde. Hay una brisa suave que provenía del azul mar Caribe y el sol permanece radiante pero infernal.

Todos juntos desvían a la izquierda y van a dar a la plaza del Centenario. Divagan por el parque; compran un raspado y toman agua de coco. Finalmente descansan sobre el templete. Al mirar al poniente, chocan sus miradas con un templo religioso.
Una vez es abierta la iglesia San Juan Bautista asisten a la primera misa de acción de gracias en honor a Santa Cecilia, mártir de la iglesia. Aprovechan para darle gracias al todo poderoso por las vidas que aun conservan y rezan un santo rosario por las nuevas almas que recién llegan al purgatorio.

Al salir del lugar sagrado, continúan caminando la ciudad y llegan al parque Digna Cavas. Llegan luego a una playa sucia de carbón, plásticos y envases vacíos. La bordean hasta el río Córdoba. Por primera vez en sus vidas pasan un bosque de altas palmeras. Finalmente plantan una carpa en un lugar llamado ‘El Poblado’. Allí aprenden oficios distintos del de la pesca: aprenden a recoger y comercializar mangos; a trabajar en plantaciones de palma africana y a cortar el vástago del banano.    
  
Económicamente sus ingresos disminuyen considerablemente. Entrand e lleno a la informalidad, esa forma precaria de trabajo que es muy común en las ciudades de la costa Caribe que hoy habitan los desplazados. Las mujeres y los niños trabajan de sol a sol, barren las largas avenidas, reciclan papel, cartón, vidrio y plástico. Recogen los huesos roídos, arrojados por la muchedumbre en cualquier lugar de la ciudad. Buscan pedazos de hierros, aluminio y cobre para lograr obtener el sustento de cada día “sin robarle un peso a nadie”.

El pueblo ha cambiado. Acompaño a cuanto sepelio puedo asistir, viajando del Morro a diferentes localidades, para que el día que yo muera por lo menos me acompañen en mi sepelio y al tradicional mes de velación, donde asiste la familia en pleno, los que están en el pueblo y los que no están. Hoy doy fe de que fue así, de que no estuve solo cuando me llegó la muerte. También de que algunas cosas han vuelto: el corral de pesca volvió a la ciénaga de Machete; otra vez se pesca el tradicional Mapalé; las tiendas en su gran mayoría reabrieron sus puertas al servicio de la gente; ‘Manuelita Sáenz’, la fletera de pasajeros, llega cargada nuevamente y ‘Tico Mane’ sigue vendiendo por la red de calles fluviales de EL MORRO el tradicional y refrescante raspado.

Es la hora de contar, desde el varadero donde cada tarde solía sobar ‘El Encanto’ - mi canoa de faenas diaria- que Nueva Venecia (El Morro) está resurgiendo de sus propias cenizas. Yo regreso al eterno paraíso, a la diestra de Dios Padre. Me pueden ver como una luz más en le infinito firmamento y si de algo estoy seguro es que El Morro, como mi estirpe, no está condenado a la desaparición total a causa de la violencia, sino a resistir los embates de la maldad y perdurar por los siglos de los siglos.