martes, 12 de enero de 2021

 

UN MINUTO DE SILENCIO

Un suave y frio viento penetró el cuarto  principal, se detuvo sobre la cama de la mujer dormida. Roncio un momento sobre el lugar y luego desapareció. Era una madrugada trágica.

El espíritu de Blanca, a la deriva, muerta unos minutos antes: Síndrome de respiración aguda. Se devolvió a los pies ceros y contemplo la silueta emburujada: Negra, interrumpida solo por el instinto, salto de su cama. Recordando de inmediato el humor negro de su madre y se percató que le acababa de notificar en alma su propia muerte.

La mujer soñolienta se puso de pie, miro por la ventana y la brisa cálida que arroja el caribe, le palmoteo sus mejillas y  contemplo la procesión de las animas en penas que deambulan la carretera, reviso la hora en el reloj del celular, no encontró nuevo mensaje ni mucho menos llamadas perdidas, eran las 3.28 de la mañana.

 En su dormitorio y en total intimidad, empezó a poner en orden la habitación y sintonizo en un radio las noticias locales, en espera que le informara el reporte de los decesos de esa amarga noche  y continuar atenta del desarrollo de la pandemia que azotaba a la humanidad y empezaba a cobrar sus primeras víctimas en la región. Distante a pocos kilómetros del lúgubre hospital donde agonizaba su progenitora, acompañada solo por las suplicas de sus familiares, y una pronta recuperación y totalmente atendida por los especialistas de la salud. Se despedía de este mundo. Rezo un poco de algo y lloro instintivamente.

las mujeres, niños y los hombres del vecindario se acercaron a la humilde casa, reunidos rezaron el rosario sentados en la silla contra la pared distantes dos metros uno del otro, hablaron de la emergencia sanitaria y recordaron las vidas de las numerosas personas fallecidas en el sector.

La humilde casa a horilla de la ciénaga grande de frente al mar, Separados solo por la troncal del caribe que une vialmente a los distritos portuario e histórico: Barranquilla y Santa Marta. Se fue llenando de llantos.

Antes del amanecer. La carroza mortuoria se hizo presente en el hospital estatal que hacia entrega de una persona del sexo femenino. Dos hombres, portando uniformes solemnes,  verificaron el cuestionario de rutina sobre la identidad y sus antecedentes de salud, un diagnostico rescatado en medio mes de asistencia médica. Negra, recibía el cuerpo de su madre dentro de una bolsa negra plástica, herméticamente cerrada y las personas responsables, ubicaron el bulto dentro de la carroza fúnebre y el conductor arrancó con rumbo al parque cementerio.

El carro fúnebre, una hora después entro hasta la sala de cremación, el cuerpo inerte amortajado, fue homenajeado con un minuto de silencio. Finalizado los protocolos de rutina, el paso siguiente el horno crematorio y dos días después, la bendición de las cenizas. Negra, presente en el ritual, se convirtió en la única testigo presencial de la solemne ceremonia y cumplió así su deber moral de asistir a padre y madre en la enfermedad.  

Dos semanas atrás. El carro usado utilizado como servicio público y comúnmente conocido: “cachambero”. En sus asiento traseros y con síntomas gripales utilizando tapabocas y conservando el lado izquierdo arrumada de un costado viajaba una mujer de avanzada edad, de tez quemada por el sol ardiente de mediana estatura; de humor negro, chistosa y sarcástica: Blanca. Por el otro extremo muy preocupada por las condiciones de salud de la anciana, lo ocupaba: Negra, una mujer indiada, de bustos firmes y contextura robusta; ropa clásica, ama de casa, su hija menor.

El carro viejo tomado de expreso, empezó a recorrer la vía nacional a una velocidad prudente y conforme a su estado de uso, con dirección al único hospital de alta complejidad. Hasta ese momento el estado de salud de la mujer no era grave y el conductor primípara, al entrar a la ciudad      bananera, sequio la avenida más transitada: Santander,  donde están ubicados los almacenes de ropa y calzado, cacharrería. Las ventas de celulares, además de las ventas ambulantes sobre los andenes que la embotellaban en ambos sentidos. Las panaderías, refresquería. En el lugar de la estación que se acerca a los supermercados ubicados sobre la avenida, era un nudo infernal de carro cisterna, autos pequeños y peatones que cruzaban de un lado a otro, buscando provisionarse de la canasta familiar antes de que llegara la hora del confinamiento nacional.

A una velocidad mínima hasta la avenida: San Cristóbal, encontraron las pocas casas y los muchos negocios cerrados y las calles empezaban a ser desiertas por la cuarentena. El inexperimentado conductor puso el vehículo en sentido carril sur-norte sobre la avenida, siguieron adelante y dispuestos a llegar lo antes posible al centro asistencial.

Blanca, agotada por la tos seca y la fiebre se había acomodado de manera fetal, por lo menos no se movió y tampoco se quejó al llegar a la puerta de urgencia; el malestar respiratorio, le estaba robando el alma. Salió del carro envuelta en una manta gruesa hasta el cuello, por sus propios medios se adentró en el hospital, fue su primera similitud con un fantasma. Abrazada por completo por el espantoso escalofrió.

A las doce meridiano. La anciana confusa, ingreso al centro hospitalario. La camilla se perdió en el fondo del corredor pasada la puerta alterna del laboratorio de los exámenes; donde tomaron placas de sus pulmones a partir de una tomografía, que arrojaba pérdida total del pulmón derecho y graves afectaciones del pulmón izquierdo producto de la bronconeumonía, Concluido el procedimiento clínico fue perdiendo su conciencia, tampoco dejaba de mover su cabeza en ambos sentidos,  invadida por la infección: Coronavirus, la covid-19, estaba siendo preparada  por el personal  paramédicos, para ingresar a la unidad de cuidados intensivos.

La negra, invadida por la tragedia y la nostalgia, caminó de regreso al fondo de la ciudad hasta desembocar en el centro histórico, de frente a la iglesia: San Juan Bautista, cerrada y solitaria, se santiguo. Sobre el parque: Centenario, contemplo los árboles y las iguanas que se soltaban de sus ramas.

El novenario amenizado por el cuentero del pueblo, la rezandera que no asistió, como las señoras que repartían los tinto y los calientillo; hasta los tabacos para espantar el sueño y los sancudos, como tampoco hubo juego domiciliario (domino, cartas). La ausencia de las multitud de acompañamiento de los féretros a su última morada propio de su grupo marginal y tampoco concurrieron sus familiares que vivían en otro lugar, separados por la distancia. Se rompió la tradición cultural.